La crisis financiera del 2008 no sólo mostró serias falencias en la gestión de riesgos, sino que también desnudó enormes problemas de gobernanza vigentes en la industria financiera de los EEUU.

 

Diez años después de los sucesos que derivaron en el cierre de Lehman Brothers, la ejecución de más de 4 millones de hipotecas y la cuasi nacionalización de parte de la banca en los Estados Unidos y en Europa, todavía flotan en el aire preguntas sin responder sobre las verdaderas causas del fenómeno y su inevitabilidad.

Si bien una mirada rápida y superficial a las circunstancias que rodearon a esta crisis nos podría llevar a la conclusión de que se trató de un simple caso de mala praxis bancaria en el que se erró tanto en la evaluación de la capacidad de pago de los tomadores de hipotecas como en la estimación del potencial valor de reventa de las propiedades tomadas en garantía, un análisis más profundo muestra dos factores adicionales y clave en este proceso: la incapacidad del sistema regulatorio y de supervisión para mantenerse al tanto de los niveles de innovación y sofisticación a los que había llegado el mercado, y los pobres sistemas de gobernanza implementados en las principales entidades financieras involucradas.

El hecho es que la crisis no se desencadenó porque algunas personas no hubieran podido pagar sus hipotecas, sino porque las entidades habían implementado un complejo y sofisticado sistema de productos financieros que llevaron sus niveles de apalancamiento a valores incompatibles con el sentido común y las buenas prácticas bancarias.  En efecto, si el sistema de regulaciones prudenciales hubiera contemplado la naturaleza de las transacciones que se estaban llevando a cabo, y si los reguladores hubieran comprendido la magnitud de los riesgos involucrados, con toda seguridad habrían actuado con energía para evitar males mayores y todo el episodio no hubiera ido más allá de un transitorio dolor de cabeza para los accionistas y una Navidad sin bonos para los ejecutivos de Wall Street.

Pero si bien es cierto que el sistema regulatorio no estuvo a la altura de las circunstancias, aún en ese caso la crisis pudo haberse evitado si los sistemas de gobernanza hubieran funcionado correctamente.  Eso, lamentablemente, tampoco sucedió.

En el período previo a la crisis del 2008 hubo dos fenómenos que, operando de manera simultánea, generaron las condiciones ideales para hacerla inevitable: sistemas de incentivos enfocados en el cumplimiento de metas de corto plazo, y directorios incapaces de entender y actuar de manera oportuna en la prevención de los manejos que terminaron perjudicando a los intereses de los accionistas que, supuestamente, deberían haber protegido.

Un trabajo de investigación realizado por Bebchuk, Cohen y Spamann muestra que previo al colapso de los mercados, los resultados económicos de Bear Stearns y de Lehman Brothers habían permitido a sus cinco principales ejecutivos cobrar considerables bonos en efectivo, acciones y opciones, sin ningún tipo de cláusula que los comprometiera a devolver parte de las sumas recibidas en caso que se produjeran pérdidas más adelante, indicando esto  claramente que el sistema estaba diseñado para favorecer un comportamiento altamente especulativo y  centrado en el corto plazo.

Otras investigaciones similares encontraron el mismo comportamiento en los principales ejecutivos de las catorce instituciones financieras más grandes de los EEUU.  Al respecto, vale la pena señalar que los montos de dinero obtenidos mediante la liquidación de acciones y opciones excedieron largamente las pérdidas sufridas por esas empresas tras el colapso.

Claro que la práctica de incentivos en favor de actividades especulativas de corto plazo no era exclusiva de los niveles ejecutivos más altos, sino que se extendía a la mayoría del personal involucrado a lo largo de toda la cadena de valor en la generación y colocación de hipotecas.

Un documento de la FCIC (Financial Crisis Inquire Comission) afirma que Stanley O´Neal, CEO de Merril Lynch, había diseñado un sistema para compensar a sus tropas con bonos pagaderos a fin de año, pero sin relación alguna a la verdadera rentabilidad de los negocios involucrados, puesto que debido a su naturaleza esto recién se podría verificar muchos años más adelante.

Pero aún con ejecutivos ambiciosos y un sistema regulatorio deficiente, una compañía con un directorio en funciones caracterizado por su independencia y capacidad, jamás habría caído en un pozo de la profundidad del que encontraron los principales bancos de inversión de Wall Street. ¿Qué fue lo que sucedió? ¿Dónde estaban los directores cuando los ejecutivos repartían dinero y asumían riesgos muy por encima de lo recomendable?

Esta prescindencia de los directorios estuvo relacionada con la propia dinámica de los mercados, que en la práctica hacía imposible un mayor grado de involucramiento de ese cuerpo colegiado en las decisiones de mayor impacto, puesto que mientras este mantenía reuniones mensuales, las decisiones en la mesa de operaciones se tomaban minuto a minuto. Un análisis del colapso de Lehman Brothers reveló que fueron esas transacciones diarias las que llevaron a la firma a la quiebra, y no las grandes decisiones estratégicas, que son las que por lo general decide un directorio.

Si la falta de sincronía entre la dinámica de funcionamiento de los directorios y la velocidad y frecuencia del proceso de toma de decisiones en las mesas de operaciones, no hubieran sido suficientes, también nos encontramos con un problema en el perfil de los integrantes de esos órganos colegiados, quienes por lo general no contaban con el nivel mínimo de preparación necesario para entender las implicancias de las transacciones que se estaban llevando a cabo.

Lehman Brothers, por ejemplo, contaba con nueve directores independientes, de los cuales tan sólo uno de ellos había estado vinculado al mundo de las finanzas en el pasado (tenía 80 años), mientras los restantes carecían de antecedentes en ese campo. La edad promedio de los directores independientes de Lehman era de 70 años.

Lo expuesto en el párrafo precedente tiene una relación directa con otro aspecto no menos importante: los niveles de remuneración de los directores independientes en el sector financiero estaban muy por debajo (un 32% en promedio) de los que percibían directores independientes en otras industrias. Obviamente, la caza de talentos para integrar sus directorios no era una prioridad para los principales bancos de Wall Street.

A modo de conclusión vemos que aún cuando resulta claro que en este caso se cometieron errores en el diseño y ejecución de las operaciones en las que estuvieron involucradas las hipotecas denominadas como sub-prime, hubo otros elementos internos que potenciaron la debacle.  Políticas de incentivos mal diseñadas, ejecutivos excesivamente ambiciosos y enfocados en resultados de corto plazo y órganos de gobierno incapaces de comprender las consecuencias de las decisiones que sus ejecutivos iban tomando en el día a día, constituyeron los ingredientes de un cóctel letal cuyas consecuencias se sienten aún hoy en día.

Si algo nos deja la experiencia de la crisis del 2008, además de los millones de personas sin hogar, es la certeza de que para cualquier compañía, la garantía de éxito sostenible en el largo plazo está relacionada, tanto con las competencias, creatividad, compromiso y ambiciones de su equipo gerencial, como con la existencia de un sólido y equilibrado sistema de gobierno corporativo.

Es imprescindible que las compañías se preocupen por generar las condiciones necesarias que permitan el adecuado funcionamiento de un cuerpo de directores independientes altamente capacitados, con remuneraciones alineadas con los objetivos de largo plazo, un contexto que les permita acceder a toda la información de importancia estratégica para estar en condiciones de evaluar riesgos y oportunidades, y un espacio y un tiempo para poder expresar sus opiniones y ser oídos.