Por Jorge Fantin

En una de sus más conocidas canciones, el poeta y músico Bob Dylan se pregunta cuántas veces puede un hombre voltear su cabeza pretendiendo no ver lo que es evidente.

La respuesta a esa pregunta, así como a tantas otras que a diario nos planteamos acerca de las cuestiones más relevantes de la vida, suele estar ante nuestros ojos, aunque en un principio nos neguemos a verla.  En un tono más poético, Dylan diría que “la respuesta está flotando en el viento”.

Hace poco más de diez años, el mundo entero sorpresivamente se enfrentó a una crisis financiera de proporciones impensadas. En esos eran muchos los que se preguntaban cómo era que nadie había visto venir semejante crisis.  ¿Cuántas cabezas se voltearon pretendiendo no ver lo que se estaba gestando, mientras al mismo tiempo se acumulaban ganancias contables basadas en fantasías galopando sobre el lomo de valuaciones sin fundamento?

Hoy en día contamos con innumerables relatos acerca de la génesis, dinámica y desenlace de esa gigantesca crisis, incluyendo algunas excelentes películas como “El precio de la codicia”, titulada originalmente en inglés “Margin Call” y “La gran apuesta”, en inglés “The big bet”, sin dejar de mencionar al fantástico documental “Inside Job”.

En todas esas películas, y en todos los relatos periodísticos recogidos tras la explosión de la burbuja, así como también en muchos trabajos académicos elaborados como consecuencia de la misma, se puede ver que había claras evidencias de que el desenlace de este proceso especulativo estaba pre anunciado.  Podría decirse que el resultado venía flotando en el viento desde hacía tiempo.

De hecho esta no es la primera burbuja que explota y deja mal parados a muchísimos inversores de todo tipo y tamaño.  Muchos seguramente todavía se acuerdan de la crisis de las punto com en el año 2000.  Y los más grandes y memoriosos puede que todavía conserven en la memoria todo lo relacionado con la crisis de la deuda externa de los países emergentes, cuando los mismos bancos que en el 2008 confesaban haber prestado irresponsablemente ya habían hecho lo mismo, sólo que no a tomadores de créditos hipotecarios, sino a países en desarrollo con escasas posibilidades de repagar sus compromisos, dejando a toda la región, y en particular a este país, en una crisis de la que todavía no nos hemos recuperado plenamente.

Cambia el tamaño de la burbuja, y también cambia el lugar del mundo o el mercado en el que explota, pero el proceso es siempre el mismo. Y lo peor de todo es que siempre se pudo evitar si alguien realmente lo hubiese querido.

Dinámica de un proceso de crecimiento y colapso

Si yo le preguntara alguien qué tienen en común el colapso de las bolsas, la crisis hipotecaria, el tonelaje de peces capturados en los bancos de pesca de Nueva Escocia  y el tránsito en Acceso Norte a la Ciudad de Buenos Aires, casi con seguridad me diría que nada.

Sin embargo, si miramos atentamente, todos estos procesos, y todas las burbujas que han explotado y continuarán explotando mientras la codicia sea el impulsor principal de nuestras vidas, siguen un patrón de conducta similar:  una primera etapa en la que todo sucede en una escala muy pequeña, con un proceso de crecimiento que al principio parece lineal y controlado, seguida de un brusco aceleramiento de la velocidad de crecimiento, tornando a todo el proceso en algo muy difícil de controlar, hasta que se llega a un estado final de colapso.

Lo que en un principio era un negocio reservado para unos pocos entendidos comienza a crecer y todos quieren entrar.  Lo que parecía ser un ecosistema en equilibrio, empieza a descontrolarse y rápidamente se superan los límites que marcan el punto de no retorno a partir del cual la sustentabilidad no se puede garantizar.

Las burbujas financieras se caracterizan también por un proceso evolutivo muy similar. Al principio el crecimiento es lento y los volúmenes transados son tan bajos que nadie parece notarlos.  Se pasa luego a la etapa optimista, la de las tasas de crecimiento en aumento, en la que todo parece ser maravilloso, los volúmenes aumentan, y con ellos las ganancias, y como todos están entusiasmados contabilizándolas y haciendo más y más negocios, nadie se preocupa por averiguar cuál es la verdadera capacidad del sistema para sostener un nivel de actividad en el largo plazo.

Pasada esa barrera, el final es inevitable, aún cuando nadie está en condiciones de anticiparlo en forma tan temprana. El Titanic ya está en ruta directa al iceberg y nadie tiene capacidad para frenarlo.

Todo sistema tiene una capacidad límite, más allá de la cual se compromete en forma irreversible su sostenibilidad en el largo plazo. La crisis del 2008 constituyó una prueba evidente e irrefutable de lo que sucede cuando tales límites no se respetan.

Tal como pasa en las estafas basadas en sistemas piramidales, hay un punto a partir del cual todo se empieza a desmoronar si no se puede sostener el ingreso de nuevos participantes.  El sistema ha sido diseñado suponiendo que el número de participantes puede crecer hasta el infinito, pero todos sabemos, o deberíamos saber, que en el mundo real todo sistema tiene límites.

Así como hay un límite al número de carriles que pueden agregarse a una autopista, o a la tasa de reproducción de los peces en los bancos de pesca de Nueva Escocia, también lo hay para la capacidad de pago de los tomadores de hipotecas y para la evolución de los precios de las propiedades que les sirven de garantía.

Como en la canción de Dylan, muchos hombres voltearon la cabeza y no vieron nada.  Sólo que en este caso no es que fingieron no ver, sino que tenían orejeras que les impedían ver el todo. El proceso dinámico que estaba afectando a todas las variables del sistema sucedía más allá del campo visual de quienes estaban operando dentro de él.

El aprendizaje que dejan estos incidentes no es completo si al mismo tiempo que se gana en experiencia para superar futuras crisis, no se aprende también a detectar su origen para impedir su reiteración.

Afortunadamente hay maneras de evitar que estas cosas vuelvan a suceder, pero implica un mayor compromiso y deseo de aprender nuevas herramientas para el análisis de sistemas complejos.

El enfoque sistémico-dinámico que desarrollara el profesor Jay Forrester en el MIT sesenta años atrás nos permite analizar y entender a cada una de las variables que intervienen en un sistema complejo, así como la manera en que están relacionadas entre sí.  Identificando cuáles de todas estas relaciones son capaces de desatar un proceso de crecimiento exponencial, se pueden diseñar políticas destinadas a controlar su evolución para evitar que lleguen a alcanzar una magnitud tal que las ponga al borde de la explosión.

Claro que esto también implica reconocer una verdad que no siempre se quiere aceptar: el crecimiento tiene un límite.  No se puede crecer hasta el infinito, porque mucho antes la realidad nos explotará en la cara.  Este es un mensaje que bien harían los analistas financieros en comprender y aceptar, antes de presionar a los ejecutivos a superar trimestre a trimestre sus estimados de ganancias, como si se tratara de una competencia olímpica.

Si Dylan tuviera ganas de reescribir “Blowin’ in the wind”, tal vez podría agregar un par de líneas: “Cuantas veces más, volveremos a invertir, fingiendo que esta vez ninguna burbuja explotará”.  No sé cómo continuaría el viejo Bobby esta canción, pero yo la terminaría así: “La respuesta, mi amigo, está en analizar la realidad sistémicamente”.

Ya sé que no rima tan bien como lo haría el poeta, pero la frase sigue siendo absolutamente cierta.